La voz de quienes no pueden ser escuchados

El 19 de septiembre del 2017, llegó un evento a la Ciudad de México que fue, devastador para esta gigantesca urbe, un terremoto de magnitud 7.1 con epicentro en el noroeste de Chiautla de Tapia en el estado de Puebla. Este evento movió muchísimas cosas, y de manera irónica, también se encargó de mover algo más dentro de mí: mi vocación por la comunicación.

Durante ese día y los que le siguieron, la comunicación se volvió fundamental, primero dentro de mi célula familiar, necesitábamos saber dónde estaba cada miembro de mi familia, mi esposa, mi madre, mis hijos-mascota, mi abuela, los padres de mi esposa, estábamos todos separados sin podernos llamar por teléfono, sin mensajes, sabiendo solamente que había una distancia, en algunos casos de más de cien kilómetros y no había forma de saber si estaban bien, si necesitaban ayuda, si podría volver a saber de ellos.

En unas horas que se volvieron eternas, el tiempo se había transformado en la más cruel de las torturas, especialmente porque a menos de un kilómetro a la redonda de donde yo me encontraba, derrumbando cuál castillos de naipes las casas, algunas construcciones, torres de luz y de telecomunicaciones; habían personas heridas, otras que en cuestión de unos cuantos segundos habían perdido todo su patrimonio, otras que algún familiar había resultado gravemente herido o incluso había perdido la vida.

Toda la ciudad, otras ciudades y poblaciones en otros estados colindantes del camino devastador, recibieron la furia de la tierra; nos encontrábamos estupefactos por la magnitud del poder que había desatado y el cómo es que arrasó tantas cosas con su fuerza.

Para mi familia las horas habían pasado, poco a poco nos dimos cuenta de que fuera del susto en el momento, no nos había pasado nada más; algunos daños en los lugares donde vivíamos, platos rotos, algunos mosaicos de las paredes se habían desprendido y algunas grietas habían surgido, pero no teníamos nada más que lamentar. Aunque no había sido así para todos.

Cuando se había restablecido la luz y la comunicación por Internet, llegó a nuestra conciencia abruptamente y como un balde de agua helada la desgarradora realidad, muchos lugares en México se encontraban destruidos, había una gran cantidad de personas heridas y muertas; además de un número indeterminado de desaparecidos. Habían bastado poco más de un par de minutos para traer el caos total a un sinnúmero de familias, muchas lo habían perdido todo: Familia, negocios, vivienda, mascotas, escuelas. La vida de los que sobrevivimos jamás volvería a ser la misma y así fue.

Sobra decir que los noticiarios y el resto de los medios de comunicación de todo el país se habían enfocado totalmente en informar sobre los resultados del movimiento telúrico; edificios de departamentos, escuelas y centros de trabajo que se derrumbaron en las colonias Roma, Juárez, Condesa, del Valle, Niños Héroes, Miravalle, Portales, Campestre Churubusco, Centro, Coapa y muchas otras más.

Los cuerpos de rescate y civiles buscaban sobrevivientes bajo los escombros de casas y edificios colapsados. Las empresas y sociedades civiles hacían colectas para recaudar víveres, ropa y medicinas para aquellos quienes habían perdido todo. Los hospitales y servicios de emergencia estaban trabajando a su máxima capacidad; se usaron y crearon más refugios temporales para los afectados. Todo esto era organizado e informado a través de todos los medios de comunicación que fueran posibles.

Recuerdo que mi esposa y yo llevamos algunos insumos que requerían los equipos de rescate; especialmente pensando en los binomios caninos, que incansablemente ayudaban a buscar debajo de los escombros a sobrevivientes y cuerpos fallecidos. Nos ofrecimos a ayudar en las labores de rescate de mascotas, ya que contamos con experiencia con equipos de protección civil en evacuación y búsqueda y rescate. Además tratamos de apoyar llevando algunas despensas a los puntos de recolección de víveres, los cuales se encargaron de distribuir las provisiones entre los afectados que las necesitaban.

No obstante, donde llegó mi vocación periodística fue a través de mis redes sociales y las de mi trabajo, llevando toda la información que podía de los centros de acopio; ya que había muchas personas que querían ayudar y no sabían cómo, por ende me dediqué a darles difusión. Primero salía en bicicleta en mi colonia, buscando estos centros de acopio, y cada que encontraba uno, preguntaba qué se necesitaba; ahí es donde a través de mis redes y sitios de Internet, divulgaba sus necesidades junto con sus ubicaciones.

En ese momento comprendí realmente el peso y la responsabilidad que tiene un comunicador, un periodista, un reportero. Somos quienes servimos como altavoz para aquellos que necesitan ser escuchados.

A inicios de esta semana volví a recordar nuevamente esa vocación, un hecho trágico llegó a mí en forma de una petición de ayuda para difundir algo terrible, el asesinato de una joven de nombre Ana María Serrano Céspedes, el pasado 12 de septiembre. Este terrible hecho, sin embargo, no contó con el apoyo suficiente de colectivos de activistas, ni tampoco con suficiente difusión por parte de los medios de comunicación masivos como la televisión o el radio, parecía como si se tratara solamente de una estadística más en los archivos de violencia que ocurren a diario en este país.

El caso fue tomado a la ligera, bajo algunas interpretaciones, por el hecho de tratarse de la sobrina de un exfuncionario público de cierto renombre, quizás asumiendo que la familia de esta joven, quien recientemente había ingresado a la carrera de medicina, tendría los recursos necesarios para asumir los gastos correspondientes al juicio que aún se encuentra en marcha.

Sin embargo, se olvida un detalle; los casos en los que la sociedad no hace suficiente ruido suelen ser menospreciados por las autoridades, minimizando su relevancia, y quedando en muchas ocasiones en el abandono o peor aún la impunidad como resolución de estos. Es justamente en estas situaciones en las que el dinero o las influencias no son suficientes para la impartición y búsqueda de justicia, es aquí donde en verdad el cuarto poder debe hacerse presente. Porque como ya mencioné, somos el altavoz de quienes no alcanzan a ser escuchados, somos el altavoz en tantas ocasiones, de quienes sus gritos desesperados de ayuda se ahogan en un mar de falta de atención.

Las redes sociales han tratado de hacer lo propio a través del hashtag justicia para Ana María, en un movimiento social sin bandera política, ni de grupos de activistas sociales. Es un movimiento que no solamente busca que el poder judicial le otorgue la justicia que merece la perdida de la vida de esta joven, sino también la seguridad y tranquilidad de su familia, quienes han sufrido amenazas por tratar de que el responsable de tan miserable acto tenga las consecuencias que la ley dictamina.

No voy a decir una dulce mentira, el periodismo, al igual que cualquier otra profesión, es también un negocio, los periodistas, redactores, camarógrafos, fotógrafos, reporteros, técnicos y productores necesitan comer también, el poder de nuestras palabras no alcanza para darnos el sustento ni para pagar los gastos que esta labor implica.

Pero también somos los que tenemos la vocación de llevar los mensajes a quienes necesitan escucharlos, de darles un rayo de esperanza a quienes lanzan alaridos de dolor en la oscuridad, de tener el valor de decir la verdad, en tantas ocasiones a costa de nuestra propia seguridad y la de nuestras familias, cuando la cobardía se ha adueñado de la sociedad.

Hay que pagar las cuentas diarias, eso lo sé, hay que sacar la cartera para poder llevar un plato de comida a nuestras familias y poder vestir decentemente ante la cámara o adquirir un micrófono que traslade nuestra voz, pero tenemos que ser más que eso, tenemos la obligación, no para con otros, sino para con nosotros mismos, de atender a ese llamado, de saber que a veces, y solo a veces, nuestras letras, nuestras palabras, nuestras imágenes, pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte, entre la justicia y la impunidad, entre tener una sociedad decadente o una donde todavía brille la esperanza de un futuro mejor.

No somos comunicadores para volvernos famosos o rodearnos de celebridades, no somos sólo los que llenamos un espacio para el entretenimiento de otros y que olviden el viacrucis de su propia existencia, somos los portadores de la verdad, de la verdad que incomoda, de la verdad que enoja, de la verdad que ofende, de la verdad que tantos quieren callar, porque si no somos nosotros, ¿entonces quién será la voz de quienes no pueden ser escuchados?

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.