A veces estoy harto, definitivamente el podcast de hoy será más una protesta en lugar de algo alentador. El motivo de mi molestia es la censura, y no me refiero a la que sufren los medios de comunicación masiva, ni las grandes producciones, ni siquiera los comunicadores reconocidos y famosos, sino que me refiero a la que sufrimos todos últimamente por el simple hecho de utilizar redes sociales.
Al parecer, las redes sociales se han empeñado en plantarnos una agenda de lo que es “políticamente correcto”, agenda a la que ya estábamos acostumbrados a observar en las televisoras y radiodifusoras públicas, en la prensa de gran escala, incluso en las pantallas de cine en las grandes superproducciones, pero con la masificación de las redes sociales, esta agenda nos alcanzó a los humildes mortales que ya no podemos expresar nuestra opinión libremente sin tener que afrontar algún tipo de censura.

Resulta que este bloqueo a la expresión del libre pensamiento lo enfrentamos de dos formas, la primera, por los algoritmos de las diferentes redes sociales, algoritmos que han sido programados para cumplir con la idea de lo “políticamente correcto”, con el status quo que dicta que si algo deja dinero, no se toque y se impulse, aunque pueda ser descabellado o que otras personas tengan razones válidas para ser discutidas en público, los algoritmos llegaron para fijar los límites de lo que es bueno y sano decir y lo que no.
El segundo tipo de bloqueo viene de parte de los fundamentalismos extremos (perdón si suena redundante), y es que estoy de acuerdo con que todos tenemos el derecho de tener una ideología y profesarla, pero eso no implica que esas ideologías no deban ser cuestionadas o criticadas, y es que ante la proliferación de movimientos y colectivos sociales, nos enfrentamos a un nuevo tipo de inquisición que está dispuesta no solo a cerrar y clausurar cuentas de redes sociales, sino a afectar la imagen pública de aquellas personas que se atrevan a cuestionarlos, criticarlos o contradecirlos, sin importar la validez de los argumentos, estos serán siempre reprimidos en pro de quedar bien con las ideologías.
Parece que ya la libertad de pensar, de razonar, de argumentar o de cuestionar ya no tiene cabida en el mundo moderno, si no se trata de una protesta social, entonces no tiene validez alguna y nos encontramos finalmente en un punto en el que algo es verdad por el movimiento que apoya y no por las evidencias ni los argumentos lógicos que lo sustenten.
Para el primer caso, parece que las empresas que sostienen las redes sociales piensan que quitando una palabra es más que suficiente para borrar su significado, pero olvidan que al igual que la vida, el lenguaje se abre caminos, porque de la misma manera en la que quisieron borrar la palabra “sexo” del diccionario, inmediatamente los creadores de contenido encontraron el término “frutifantástico” para sustituirlo, como si un partido de futbol se tratara, “sale del campo de juego sexo y entra a la cancha frutifantástico”, reduciendo un fenómeno lingüístico complejo y delicado, a un simple chiste y una competencia para ver quién tiene más ingenio, los influencers o los algoritmos.

Y así nos encontramos casos como el hablar de Adolfo Hitler se transformó a “el señor del bigotito”, el mencionar las armas de fuego se convirtió en decirles, las “piu-piu”, decir asesinato es ahora la “desvivición” y suicidio, en forma de chiste, la “automorición”.
Ahora pasamos a invertir el “no es lo que dices, sino cómo lo dices”, porque hay temas sensibles que pueden afectar a los menores, cuando se supone que las redes sociales no son un espacio para niños, niñas o niñes (y ahora tenemos que decirlo así para que no se ofendan los colectivos), y si no hay infantes en la audiencia, es que se pueden ofender los adultos que tienen algún trauma con esas expresiones.
El campo del humor tampoco ya es seguro, hay que tener cuidado y tomar con pinzas cada palabra, como si las palabras fueran la causa de los males sociales, como si borrando lo que diga o deje de decir un comediante, los sucesos funestos de nuestra sociedad desaparecieran por arte de magia. ¿Acaso llegamos al punto en el que los comediantes son líderes de opinión?

Poco a poco parece que nos hemos vuelto alérgicos a las palabras, a argumentar, a debatir, somos incapaces de admitir que nuestra opinión no es la única, o peor aún, estamos dispuestos a callar a los que piensan de manera diferente de nosotros, a humillarlos, a mostrarlos ante el público como si fueran seres intelectualmente inferiores a nosotros, todo con tal de que nuestro mensaje se transforme en el único que pueda ser escuchado. Hemos llegado a una sociedad de comunicación fascista, en donde si no estás de mi lado, entonces estás en contra de mí.

Por raro que parezca, transformamos la comunicación en un conflicto de intereses políticos y sociales, porque ya no es seguro expresar ni tu opinión ni tus conocimientos, especialmente cuando estos se oponen a puntos como las llamadas “deudas históricas”, cuando críticas a las manifestaciones que destruyen patrimonios culturales, si pides que algún fenómeno o política social debe ser revisado o al menos reanalizado antes de transformarlo en ley.
También llevamos al extremo de la ridiculez la expresión latina “vox populi est vox Deum”, la voz del pueblo es la voz de Dios, llegamos a la abolición de la falacia ad populum, porque si la mayoría lo piensa es porque debe de ser verdad, pero curiosamente no se trata de que la mayoría lo piense, sino más bien la mayoría organizada bajo la bandera de algún influencer, porque basta con tener unos cuantos miles de seguidores para conseguir tu propio ejército de canceladores de cuentas, porque con un par de decenas de personas que denuncien una cuenta es suficiente para que los algoritmos de las redes sociales puedan cancelar un perfil.
Ya no hace falta revisar si no se respetaron las normas de la comunidad, si hubo algún pecado contra las políticas empresariales, no, simplemente, una veintena de personas se quejaron de algo que dicen que pude haber dicho, de algo que interpretaron, de algo que no les gustó, de algo que dicen que se mostró, se escribió o se transmitió, cuando pudo o no ser cierto, eso no importa, lo que vale es la queja, no el motivo, no la razón, la simple y llana queja ha cobrado ahora más valor que en ningún otro momento de la historia de la humanidad.
Pero la realidad es que sí hay un motivo, no el que se dice, sino el que se calla porque ese no es denunciable, el motivo de oponerse a su influencer, líder de opinión o político favorito, porque ya no nos atrevemos a cuestionarlos, si me caen bien, si se ven bien, si son simpáticos, si piensan como yo en algo, si defienden algo con lo que me identifico, entonces no hay motivo para criticarlo, por el contrario, hasta los transformo en mis guías de vida, compro lo que ellos recomiendan, me visto como ellos se visten, ajusto mi personalidad a lo que ellos sugieren, les concedo mi libertad de pensamiento para que hagan con ella lo que quieran, porque la vida es tan insoportablemente pesada que es muy cansado estar formando nuestro propio criterio y nuestra propia personalidad.
Pero pobre de aquel que se atreva a tener una opinión opuesta a la de mi gurú en turno, eso es una afrenta personal intolerable (aunque todo mundo hable de tolerancia), seguramente debe ser mi enemigo, porque solamente mi enemigo personal se atrevería a quitar estabilidad a los cimientos de mi personalidad actual, así que respondo primero defendiendo a mi gurú, luego ataco a quien se atrevió a contradecirle, finalmente, busco que le cancelen sus cuentas de redes sociales, que lo censuren, que hagan que una hormiga sea más ruidosa que la voz de mi enemigo.
Porque no basta con bloquear la visibilidad personal de esa cuenta que tanto daño digo que me hace, no puedo simplemente seguir avanzando a algo que me guste, simplemente ahora deseo que nadie más en el mundo sea capaz de escucharle, si pudiera, acabaría no solamente con su existencia, acabaría con su memoria, con cualquier vestigio que hubiera podido dejar en este mundo, porque la herejía de haberse atrevido a querer corromper mi fe en quien yo sigo ciegamente es el mayor crimen que hubiera podido existir en la historia de la humanidad.
Lamentablemente, a este punto hemos llegado, ya debemos cuidar todo el tiempo lo que decimos, a quién se lo decimos y en qué canal lo decimos, el precio que hemos pagado por gozar de la mayor cantidad de medios de comunicación es no poder comunicarnos, por cada plataforma que existe para mostrar nuestros pensamientos hay mil motivos para no mostrarlos.

Y sí, ya no nos critican ni nos censuran por la forma como decimos las cosas, ya no son las groserías, los acentos, la ropa ni la forma como producimos contenido, ahora el problema son los mensajes, los significados y los conceptos, el razonamiento diferente y los argumentos, porque lamentablemente caímos en la era en la que no es cómo lo digo, sino lo que digo.