Hoy es 16 de septiembre, una fecha muy mexicana que me recuerda cada aspecto de lo que es ser mexicano, la fiesta, el sabor, las costumbres, la historia, la fuerza y la alegría de todos los que nos llamamos mexicanos, sí, un día que tantos creadores de contenido aprovechan para sacar a relucir todo lo que implica ser mexicanos, mexicanos nacidos en México, mexicanos nacidos fuera de la geografía nacional, porque diría Chavela Vargas, “Los mexicanos nacemos donde nos da nuestra chingada gana”.
Sin embargo, hay un aspecto de los mexicanos que tantas veces pasa desapercibido en estas fechas, y es que los mexicanos aplicamos también la frase, “porque también de dolor se canta”, y es que cada vez que vemos algo de México es su alegría, su pasión por la vida, su buen humor lleno de bromas, ¿y por qué no?, de albures, pero hay una faceta tan mexicana, tan presente en su arte, en su música, en su cine, nuestra habilidad de seguir sonriendo con el alma desgarrada.
Ayer mientras conducía, llegó a mis oídos una canción muy mexicana, popularizada por el ídolo de México, Pedro Infante, inmortalizada en un par de películas que protagonizó, las de “Los García”, me refiero a la canción titulada como “Mi cariñito”, una canción que Pedro cantó en un momento de gozo pleno, en una fiesta llena de la algarabía mexicana, tan feliz y lleno de vida como era Pedro y su personaje, pero que en otra escena, nos la muestra el cine en su otra faceta.
Quiso el guion mostrar esa misma canción, esa misma interpretación, pero mostrarla desde la otra cara de la misma moneda, con el dolor desgarrador de la pérdida de un gran amor, acompañando a Pedro en su sufrimiento, mientras se la cantaba a la tumba de quien antes le había cantado lleno de alegría y de vida, ahora en la muerte de la mujer que lo había criado, que le había enseñado la alegría de vivir, que le había provisto muchos de sus propias virtudes y defectos.
Muchas décadas después de la filmación de esas películas, cómo buen mexicano identificado en la alegría del ídolo de Guamúchil, en alguna fiesta le dediqué y le canté a mi abuela esa canción, a la mujer que junto a mi madre, estuvo dedicada a verme crecer, a cuidarme, a educarme y a brindarme todo lo bueno y también lo malo que pudo darme.
Tanta alegría, tanto cariño, tanta pasión cantada en una misma canción, para mí no fue suficiente dedicarla a mi abuela, tenía que regalarla a alguien más en mi vida, y lo hice a una de mis hijas peludas, a una pequeña gatita que rescatamos en la calle, arrancándola de las garras del ángel de la muerte una vez, cuando a duras penas se podía mover porque había sido envenenada por la maldad y crueldad humana, logramos junto con la veterinaria traerla de nuevo al mundo de los vivos, no sólo unos días más, ni meses más, sino que fueron casi quince años que la existencia nos la prestó.

Esa gatita la bautizamos con el nombre de Cariño, Cari de manera afectuosa, y al igual que a mi abuela, le dediqué la canción de Mi Cariñito, cantándosela cuando estaba todavía convaleciente y regresando a la vida, cuando se recostaba en mi regazo para que la acariciara, cuando jugaba con ella mientras ronroneaba por mi presencia.
Pero esa canción al igual que la vida tiene dos facetas, con mi abuela, la canté en su cumpleaños, en los momentos cuando me pidió que se la cantara porque me decía que le gustaba cómo lo hacía, cuando veíamos “Los tres García”, y al igual que el personaje de Pedro, la volví a cantar en su funeral, en los momentos previos a que lleváramos su cuerpo al crematorio para el descanso de su cuerpo agotado por casi un centenar de años.

No puedo decir que lloré mientras se la canté por última vez, tenía que ser fuerte en ese instante, sólo junto a mi esposa pude desplomarme ese día, pero sin las palabras de esa canción, solamente con el dolor de la pérdida invadiendo mi corazón, dolor que se transformó en las lágrimas que quizás mi abuela secó tantas veces cuando yo era niño.
Unos cuantos años después, Cari se fue al puente del arcoíris, se marchó para hacerle compañía a sus hermanos y a su bisabuela, el ángel de la muerte que decidió dejárnosla en préstamo aquel día en la calle, regresó por ella para no devolvérnosla más.

Su cuerpo había dado todo lo que podía dar en este mundo, su espíritu aguerrido luchó tanto como pudo, hasta que fue el momento de cerrar sus ojos y decirle que ya podía descansar, mientras que le volví a cantar, primero en mi mente, después con la voz desgarrada, esa canción, Mi Cariñito, el cariño que Dios me dio sin merecerlo, en la figura primero de mi abuela, después de mi niña de ojos azules y pelaje blanco, habían marchado al más allá.
Y sí, seguí cantando hasta que las lágrimas habían inundado mis ojos, mi voz y mi corazón, porque como ya lo dije, también de dolor se canta, y los mexicanos somos especialistas en ello.
De vez en cuando, escucho alguna canción que hace que recuerde la presencia de todos los que ya se han ido, algunos por la muerte, otros por la distancia, otros por el olvido, y esas notas melódicas, esas letras que traen a mi memoria todos los instantes cálidos, alegres, llenos de vida y de pasión y felicidad, al traerlos de nuevo al presente se transforman en nostalgia, en la sensación de vacío por el hueco que han dejado en mi alma por su ausencia.

Cada evocación que llega se transforma en una especie de vapor en el espacio en el que estaban, una emanación que forma una pena agradable, una sensación que deja en mi cara los ojos vidriosos y una sonrisa tenue en honor de esas sonrisas que pasamos juntos.
A veces las escenas de una película, un atardecer, una gota de lluvia me regresan como un susurro sus voces, sus consejos, sus chistes, aquella felicidad que sin importar cuanto la haya disfrutado en el pasado, viéndola en el presente me hace creer que no la valoré lo suficiente, que la sentí en su momento eterna, porque parece que la alegría hace que olvidemos la fragilidad y lo efímero que es el tiempo que podemos pasar juntos.
Solamente la sensación de la pérdida es capaz de ahogar la compañía de los que nos aman, hacernos sentir solos, abandonados, tan abatidos y derrumbados que sentimos como si cayéramos en un abismo tan profundo de dolor, que es como si nos arrancaran la carne y los huesos, como si la luz del sol se fuera para dejar una noche que por momentos se siente como si fuera a ser eterna.
Y sí, la luz es la misma, pero la percibimos con menos brillo, la melodía y la letra son las mismas, pero pasamos de cantar con alegría a cantar con el alma sangrando en lágrimas y la voz apagada y cortada.
Somos un milagro contradictorio y surrealista los mexicanos, porque tenemos todo un repertorio de motivos para estar tristes y alegres y cantar con la misma pasión en ambas circunstancias, o llevando en nuestra voz la luz y la oscuridad mientras abrimos los labios y sacamos desde lo más profundo de nuestro ser el canto del cenzontle y del gavilán al unísono.
Nuestro escudo lleva esa contradicción, la serpiente que se arrastra por el suelo y el águila que surca los cielos, la vida que trae el alimento mientras llega la muerte de ser devorados, y seguimos llevando a cuestas las cargas tristes mientras la alegría nos mantiene de pie en la esperanza de superar o aprender a vivir con la tristeza.
Dejamos que las culpas nos atraviesen la piel una y otra vez, las repasamos tantas veces como respiraciones damos en veinticuatro horas, mientras que se va diluyendo la pasión para verla transformarse en la serenidad calmada, hasta que esa tranquilidad parece solamente las cenizas que deja a su paso una hoguera, para tan solo volver a levantar el vuelo como el fénix, con un nuevo sol, una nueva y dulce sonrisa de quienes amamos, y la fuerza de saber y sentir que aún tenemos que seguir adelante, en honor de quienes dieron todo a su paso por esta tierra, todo del que fuimos partícipes y disfrutamos junto con ellos.
Llevamos la vida al extremo los mexicanos, le cantamos y le hacemos fiesta, le creamos dulces pasteles y postres, la aderezamos con el chile picante, gritamos de alegría y tiramos la casa por la ventana con flores de tantos colores como el arcoíris, pero esa vida va desde que nacemos, hasta que sí, morimos, y llevamos todo esto hasta ese final, hasta que nuestro ser se ha vuelto polvo y al polvo ha regresado.
Y todo eso lo recordamos en cada nacimiento y en cada funeral, y los que nos quedamos en esta tierra, vemos las fotografías, leemos las frases y cantamos las canciones que compartimos con los que se nos adelantaron, porque de alguna rara forma, los mexicanos disfrutamos y sufrimos al mismo tiempo de la vida y la muerte, de ese dulce dolor.