Hace muchos años, platicando con el doctor Mario, me dijo una de las frases más interesantes que he escuchado en mi vida: “El trabajo nos quita el tiempo para lo que es realmente importante”.
Pensé por un momento que era un buen chiste, y de alguna forma, lo volvimos una especie de mantra para lo cotidiano, y cuando nos veíamos a mitad de la jornada laboral nos saludábamos y decíamos: “¿Cómo estás?” – “Bien, ya sabes, corriendo con el trabajo” – “Sí hombre, ya ves que el trabajo nos quita el tiempo para lo que es realmente importante”.
Era curioso, en especial porque parecía una broma como para desahogar la frustración que nos daba el estar metidos en un trabajo burocrático, repetitivo y que parecía de momento intrascendente, y no porque careciera de belleza en sí mismo nuestros respectivos trabajos, tampoco porque consideráramos que lo que hacíamos no fuera importante o útil para otras personas, era simplemente que sabíamos que teníamos otras aspiraciones, algo que sintiéramos que realmente causara un impacto para toda la humanidad.
Sí, definitivamente éramos soñadores “con instintos de grandeza”, un par de hombres que nos sentíamos atrapados por la necesidad económica, necesidad que satisfacía un trabajo simple, sencillo, que, si bien no era un lugar para ganar cantidades exorbitantes de dinero, al menos nos permitía solventar nuestros gastos diarios, esos que te sirven para mantenerte vivo y con la suficiente energía para volver cada mañana a seguir trabajando en lo mismo.
Era la vida monótona, repetitiva, sin estímulos intelectuales suficientes para que dijéramos que “este trabajo lo adoro y hasta pagaría por hacerlo”, no, realmente era el tipo de trabajo que hacíamos porque nos pagaban por hacerlo, porque estábamos capacitados para hacerlo sin mayor problema, un trabajo sencillo, cómodo, donde veíamos diariamente las mismas caras, donde los horarios eran exactos y si tenías que quedarte más allá de ese horario, te pagaban puntualmente el tiempo extra.
Recuerdo que de niño era frecuente que me preguntara ¿por qué en los anuncios de algunos trabajos ponían cosas como “solicitamos personal ambos sexos, sin experiencia, escolaridad mínima secundaria, con ganas de trabajar, ofrecemos sueldo competitivo y todas las prestaciones de ley”, fue justamente en ese trabajo donde pude comprender ese tipo de anuncios, trabajos simples, que no requerían personas especiales, solamente personas con ganas de hacer lo mismo una y otra vez.
Era cierto, era útil, era eficiente, cumplido y responsable, con la disciplina y puntualidad necesarias, aspectos importantes, pero que carecían de poder llamarse “únicos o especiales”. Precisamente ahí estaba la clave, era necesario, pero no era especial, único y mucho menos indispensable, sabía que, si me enfermaba, tenía un accidente o faltaba porque se me daba la gana, no pasaba nada, mi trabajo lo podía hacer cualquier otro, era una pieza del engranaje que podía reemplazarse por una refacción común, barata, de una calidad mayor o menor que la mía, pero que permitiría a la gran maquinaria del sistema seguir funcionando y avanzando.
Me sentía como la piedra de los cimientos de la pirámide que, si bien es importante, es perfectamente reemplazable por otra de los miles de piedras que hay en el camino, además de ser perfectamente equiparable al resto de las piedras de la base que compartían el mismo destino.

Entonces comprendí que no tenía nada en contra de este trabajo, sino que yo era el que no me sentía especial, así que el trabajo no era quien me quitaba el tiempo para lo que era realmente importante, sino que yo mismo no me decidía a hacer, y sobre todo ser, realmente importante.
Muchas veces he pensado que soy una especie de anacoreta, alguien que cree que es posible hacer algo más que cualquier otro, un ser especial de la creación que debería llamarse a la excelsitud, mejor que el promedio, pero eso no existe, todos somos especiales e importantes, pero no de la manera romántica que muchos piensan, sino en el contexto de quienes somos y con quienes estamos.
Porque lo realmente importante no depende del trabajo, no depende lo que hagamos para ganarnos el sustento, depende de nuestra propia autopercepción y de aquellos que son importantes para nosotros.
La vida nos pone en un camino que a veces carece de glamour, de aventuras épicas, de historias que merecen ser contadas, pero ese no es el problema real, somos nosotros mismos los que deberíamos aprender la lección de la vida, que podemos ser tan glamurosos como queramos en nuestra vida diaria, que nuestra vida puede ser tan épica como decidamos hacerla, y sobre todo, que nosotros escribimos nuestra propia historia, nosotros somos quienes la contamos y, por lo tanto, es nuestro derecho y obligación el darle las cosas para que valga la pena contarla.
Pareciera que estamos sujetos a tomar siempre decisiones binarias, ¿debo quedarme en un trabajo que no me gusta o debería salirme y buscar uno que me guste? Pero cerrarnos a este determinismo dual nos encierra en una habitación gris sin ventanas, sin decoración, sin vida, con una única puerta de salida.
Podemos entonces cambiar la dualidad de las decisiones y ver más allá, ¿y si aprendes a hacer que tu trabajo te guste? Quizás puedas crear un trabajo para ti mismo y autoemplearte, o quizás crear tu propio negocio, también puedes aprender cosas nuevas que te vuelvan único y crecer dentro de tu mismo empleo, desarrollarte y transformarte en alguien indispensable, o talvez, ¿y si aprendes a dejar de pensar que tu trabajo debe ser lo que sea importante y te miras en tus otras dimensiones?
Es cierto, no somos sólo nuestro trabajo, no somos lo que el mundo productivo espera que seamos, porque somos hijos, padres, hermanos, amigos, pareja, individuos, somos los únicos dueños de nuestras decisiones y eso es bastante importante, ya que vamos encontrando en el sendero un infinito de circunstancias que podemos enfrentar, que podemos comprender o no comprender, donde tomaremos decisiones simples y complejas que nos transformarán en lo que finalmente decidamos ser.
Podemos ser viejos amargados porque la vida se nos fue en un trabajo que no amábamos, o ser jóvenes eternos llenos de optimismo contagioso para nuestro alrededor, donde la experiencia de la vida nos llene de sabiduría que compartir, pero sobre todo, de ánimos para que otros sigan viviendo y aprendiendo lo importantes que pueden ser.
Porque sí, el tiempo es un bien finito, escaso y quizás el más valioso, donde podemos decidir si el trabajo nos lo quita o nos da los elementos para enriquecer nuestra vida y la de los demás.

Porque finalmente, lo realmente importante es vivir, es darnos la oportunidad de llevar esta vida al límite, de exprimir este viaje hasta la última gota y disfrutar cada momento que se nos ha otorgado, los momentos felices pero también los tristes, los de enojo, los de miedo, donde cada emoción será tan importante como queramos que lo sea.
Mi recomendación para mí mismo y para ti que me quisiste escuchar, no frenes lo importante, al contrario, deja que todo sea importante, porque el único que decide lo que importa eres tú mismo, tú decides si tu familia importa, si tus amigos importan, si tus momentos de diversión importan, si tu comunidad, tu entorno, tu pareja, tú mismo, y obviamente, tu trabajo, son realmente importantes.